Raimundo Soto lanza libro sobre el devenir de Medio Oriente y las consecuencias la Primavera Árabe
A través de “The Aftermath of the Arab Uprisings Towards Reconstruction, Democracy and Peace”, Raimundo Soto y Samir Makdisi, profesor de American University of Beirut, analizan los casos de Siria, Yemen, Libia e Irak para ilustrar las dificultades de esta región en la búsqueda de acuerdos para un nuevo contrato social, que permita un desarrollo económico, político y social sustentable e integrador.
El conflicto es tal vez la característica más sobresaliente de la historia política, económica y social reciente del Medio Oriente. No obstante, las lecciones que se pueden derivar del análisis en este libro de Raimundo Soto (académico del Instituto de Economía UC) y Samir Makdisi (profesor de American University of Beirut) tiene aplicación en otras latitudes, donde los conflictos son menos intensos, pero igualmente peligrosos –como pueden ser América Latina—puesto que el origen, la evolución y las perspectivas de solución dependen de factores que serían universales.
“La Primavera Árabe es el evento político más significativo en lo que va corrido del siglo 21. El entusiasmo inicial que las rebeliones traerían democracia e integración política y social se disipó rápidamente y dio paso a nuevas formas de autoritarismo o, en el peor de los casos, a cruentas guerras civiles”, señala Raimundo Soto.
¿Por qué se centraron en estos cuatro países? ¿Cuál es la particularidad que los distingue?
Los problemas de estos países –inestabilidad política, violencia, y colapso del modelo económico—son los mismos que tienen otros países en la región, pero exacerbados, y por eso los analizamos en el libro. El conflicto en Siria ha desplazado a cerca de 7 millones de personas, pero en países donde el conflicto no es tan fuerte también ocurren desplazamientos forzados de población. En Yemen, la guerra civil exacerbó el problema de un Estado incapaz de proveer condiciones mínimas de vida digna a la población, fenómeno que se verifica en muchas otras sociedades. En Irak se le puso fin a la guerra civil hace 15 años, pero el país ha seguido siendo extremadamente inestable desde un punto de vista político, en donde los conflictos frecuentemente se resuelven a través de las armas.
Este fenómeno de violencia política es el resultado de la quiebra del contrato social que existió en todos los países del Medio Oriente desde la segunda guerra mundial y de la incapacidad de negociar pacíficamente un nuevo acuerdo entre el Estado y los ciudadanos respecto de los derechos y deberes de cada uno. Los cambios de contratos sociales suelen ser difíciles, pero en ninguna parte han sido tan dramáticos como en los países árabes.
El antiguo contrato social era un acuerdo tácito entre los gobernantes y los gobernados basado en transferencias económicas desde los primeros a los segundos, esencialmente en la forma de subsidios que iban desde los combustibles a la escuela, alimentos, etc. Y la otra manera de transferir rentas era a través de empleos públicos. Entonces salían generaciones de estudiantes del equivalente a cuarto medio, iban a la universidad y luego entraban derecho al sector público. Se entendía que como el gobierno proveía empleo y por otro lado subsidios, la población no se inmiscuía en nada que fuese política. Desde 1975 ningún país del Medio Oriente clasifica como una democracia –aunque sea fallida—con la sola excepción de Israel.
¿Y ese ciclo cómo se agotó? En el libro vinculan las rentas del petróleo en la zona con la mantención del “estatus quo” político.
Las rentas del petróleo permitieron financiar este esquema y eso funcionó bien mientras existieron-rentas y los montos de subsidios eran manejables, pero una vez que los gobiernos ya no pudieron transferir subsidios o dar empleos públicos, la población entendió que el gobierno ya no estaba “cumpliendo” con su lado del acuerdo y ahí se desató el conflicto.
Originalmente los países árabes tenían poca población y sus exigencias eran reducidas en comparación con el tamaño de la renta. Pero la población fue creciendo y con ella crecieron las demandas sociales. Por ejemplo, considera Egipto: hoy tiene 95 millones de habitantes y cada año salen cerca de 100 mil estudiantes de cuarto medio, los que hasta hace algún tiempo esperaban encontrar un empleo público. Entonces, hay un punto en que el Estado ya no puede absorber esa demanda de forma permanente y tener un empleo público es un privilegio. Por ejemplo, la edad promedio de los servidores públicos en dicho país es de 58 años: es casi un cargo vitalicio. Súmale a eso que la tasa de mortalidad ha ido cayendo, al igual que en casi todo el mundo, exacerbando la presión demográfica.
Es un engranaje que funcionó bien desde el fin de la Segunda Guerra Mundial cuando estos países comenzaron a obtener su independencia de los ingleses, franceses y turcos, hasta mediados de la década de 1970. Ahí ese esquema comienza a “hacer agua” por diferentes factores que se tratan de corregir a través de “parches”, pero ya para la década de los 2000s el acuerdo social estaba en bancarrota. Y es ahí cuando explotan las primaveras árabes.
¿Y qué queda aún de esos movimientos de apertura política? Varios países, como los analizados en este libro, e incluso Egipto están peor o igual que antes.
Si uno lo piensa como occidental diría que el asunto es tener la voluntad de tener una democracia, se vota y listo. Pero la realidad es que se requiere un tejido institucional mucho más complejo y mucho más sólido para instalar una democracia que opere bien. Muchas veces pensamos en la votación como la quintaesencia de la democracia, pero lo único que hace la votación es escoger algún proyecto político y de futuro y a un grupo de personas para administrarlo. Pero el tejido institucional necesario para que la democracia opere, no está. Algo que aprendieron los estadounidenses en Irak con bastante dolor. Sin embargo, antes de esto, hay que tener un nuevo contrato social en el Medio Oriente. Ya sabemos que el Estado que provee subsidios y empleos no puede sobrevivir, entonces la pregunta es cuál es el nuevo contrato que vamos a armar entre los gobernados y los gobernantes.
La discusión sobre generar un nuevo contrato social en alguna medida es extrapolable a otras regiones, como la nuestra. Asumiendo las diferencias entre las zonas: ¿cuáles crees que son las “lecciones” que se pueden sacar de todo el proceso?
La primera lección es que no existen recetas mágicas y que no hay que escribir acuerdos políticos en piedra. El contrato social en un país puede no ser adecuado en otro. Más aún, las realidades cambian constantemente, entonces, sea cual sea ese contrato social, éste debe ser flexible y debe considerar mecanismos de adaptación. Pensar, por ejemplo, que en Chile, vamos a tener un nuevo contrato social a través de la constitución, y que éeste va a ser inamovible, no tiene sentido. Los esquemas que se convierten en camisas de fuerza hacen que los conflictos se canalicen de mala manera. Por ello, el acuerdo social debe contener las reglas y las disposiciones para modificar civilizadamente esas reglas.
Una segunda lección es que si uno quiere reducir los niveles de conflicto hay que partir por reducir los niveles de polarización, ya sea política, social, económica, religiosa o étnica. Reducir la polarización no es fácil, obviamente, pero resulta evidente que posiciones, exigencias o demandas extremas no cooperan al entendimiento ni cimentan un acuerdo. La evidencia demuestra que el realismo político y la prudencia permiten avanzar de manera sustentable y sin reversiones hacia nuevos niveles de conflicto.
Una tercera lección, y probablemente la más crucial, es que no es posible cambiar el contrato social si no hay esperanza, y no hay esperanza si tampoco hay desarrollo económico. El conflicto prolifera cuando la economía flaquea, no tanto porque las familias lo pasan mal (que lo hacen y muy desigualmente) sino porque cuando se pierde la esperanza en un futuro mejor para los hijos y los nietos se destruyen los acuerdos.
Una cuarta lección tiene que ver con que no todo tiene que ser hecho desde cero. Hay cosas que funcionan y son activos del país y eso hay que mantenerlo. Partir de cero es perder lo ganado. Un claro ejemplo de esto es Irak, donde tras la invasión americana, se desmantelaron buena parte de las instituciones públicas controladas por partidarios de Saddam Hussein: con el despido de esos empleados públicos también se fue la capacidad de funcionamiento del Estado, que ha estado bastante paralizados desde los años 2000.